
MONTAR A CABALLO
Domingo por la mañana. Todavía es tiempo frío. Un hombre se pone sus botas y su chambergo. Coge dos manzanas y va hasta el prado donde le espera su amigo con los caballos.
Los cepillan sin prisas y colocan las monturas. Salen al paso hablando lo justo: hoy vamos hacia tal pueblo o tal otro, por el llano, por el monte. Al poco comienzan a trotar, los músculos y los huesos entran en calor, los fluidos circulan, los sentidos se espabilan y todo se va animando.
Los cuatro están con ganas de dejar atrás algunas basurillas cotidianas que se les han ido pegando a lo largo de la semana. Uno de los cuadrúpedos, obediente, rompe a galopar y el otro le sigue. ¡Por fin! Otra vez el aire en el rostro, la respiración animal, el poderío entre las piernas, el redoblar de los cascos herrados que resuena en el camino, en el aire de Castilla, en los corazones.
Unas horas más tarde, tomando unas cervezas en el bar o en casa con la familia, siguen presentes los ojos grandes, las orejas puntiagudas, el suave tacto del pecho; y al final del día, ya acostados, entre crines y relinchos todavía cabalgan hasta perderse en el oscuro y confuso mundo de los sueños.
