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PARAPENTE

Que una persona suba a la montaña con una mochila, despliegue unos cuantos metros de tejido, salga volando y al cabo de un rato vuelva a aterrizar, en otro o en el mismo sitio del que despegó, o que después de varias horas de vuelo vaya a parar a muchos kilómetros de distancia, sin motores, sin ruidos, sin consumir ningún tipo de combustible ni energía adicional,  es algo que, incluso para mí que estuve 17 años haciéndolo, sigue pareciéndome mágico.

Las emociones que este deporte proporciona, la sensación de flotar, de desplazarse en el aire y de estar cientos o miles de metros por encima del terreno, tocando las nubes y viendo pasar pueblos, ríos y carreteras como si de un mapa en 3D se tratara es tan especial, tan parecido a un sueño, que casi todo el que lo prueba  quiere volver a sentirlo, como si no acabara de creer que es posible y que es real.

A las sensaciones físicas de la brisa en el rostro, los latidos del corazón y las subidas y bajadas de hormonas  hay que añadir el compañerismo, la  amistad de las intensas emociones compartidas y los inolvidables ratos de charla en la naturaleza con alimentos y bebidas que saben a gloria después de la aventura.

Por supuesto que existe, para unos más  y para otros menos: esfuerzo, frustración, miedo y dolor,… pero esa cara de la moneda no me apetece dibujarla aquí.

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